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La doble invención: ?América? y ?América Latina?

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La doble invención: ?América? y ?América Latina?
Jorge Polo Blanco y Milany Gómez Betancur
journals.openedition.org
1 julio 2019.

Walter Mignolo ha sostenido que la idea misma de América Latina es un producto colonial. La división actual de los continentes y su denominación geográfica no son el reflejo de algo natural y preexistente; son un efecto del dominio imperial, una construcción trabajada y aquilatada durante los últimos quinientos años. Hoy nos resulta muy difícil concebir que incas y aztecas no vivían en América; pero esa dificultad denota, precisamente, que nuestras coordenadas intelectuales están forjadas en la matriz colonial. Antes del siglo XVI, aquel continente no figuraba en los mapas europeos. Pero el territorio existía y sus pobladores daban su propio nombre al lugar que habitaban: Tawantinsuyu, en la extensísima región andina; Anáhuac en México, y Abya Yala, en la región que hoy ocupa Panamá. Puede parecer una obviedad, pero no lo es. Repetimos: aquellos seres humanos no vivían en ?América?. Exactamente lo mismo sucedió con la idea de ?África?, como bien ha explicado el filósofo Valentin-Yves Mudimbe (1988 y 1994). Los seres humanos de etnia mandinga (o mandinka) que vivían en la parte occidental de lo que hoy llamamos ?África?, por poner un ejemplo, no se representaban su propio territorio, sus fronteras y sus propias instituciones sociopolíticas tal y como los europeos lo proyectaron luego; literalmente, ellos vivían en otro lugar.

3América no fue ?descubierta?, sino ?inventada? (O' Gorman 2006). En Tawantinsuyu, Anáhuac o Abya Yala, nadie había escuchado jamás la voz ?Indias Occidentales?, o la voz ?América?; semejantes nombres, tan autoevidentes para nuestras conciencias, no significaban nada para aquellos seres humanos. ?Lo confuso del asunto es que una vez que el continente recibió el nombre de América en el siglo XVI y que América Latina fue denominada así en el siglo XIX, fue como si esos nombres siempre hubiesen existido? (Mignolo 2007, 28). Ese espejismo, no obstante, es sinónimo de violencia. La apropiación material del territorio fue acompañada de un bautismo: cuando Américo Vespucio, navegando por las costas del actual Brasil, ?tomó conciencia? de que aquello no era la India, sino un ?Nuevo Mundo?, comenzó de veras la reconfiguración colonial de aquellas tierras; los viejos nombres fueron quedando, paulatinamente, sepultados a consecuencia de un obligado e impuesto desuso.

4Mignolo recalca que ?descubrimiento? e ?invención? no son dos interpretaciones de un mismo acontecimiento; son, muy al contrario, dos paradigmas distintos dentro de los cuales ?ocurren? cosas disímiles. Y la línea que separa dichos paradigmas es determinante, toda vez que el ?descubrimiento? se incardina en la perspectiva imperialista de la historia mundial adoptada por la triunfante Europa, mientras que el paradigma de la ?invención? refleja el punto de vista de los derrotados por la apisonadora colonial (Mignolo 2007, 29). La modernidad europea arranca en ese preciso instante, esto es, con la instauración del ?paradigma del descubrimiento?. A partir de ese momento, como bien señaló Immanuel Wallerstein, se afianzó dentro del sistema-mundo moderno un discurso secularmente reproducido y modulado, que transitó desde la ?misión evangelizadora? del siglo XVI hasta la ?labor civilizatoria? del siglo XIX, y concluyó con las ideologías del ?desarrollo? y la ?modernización?, ya en los siglos XX y XXI (Wallerstein 2007). Y es ahí, precisamente, donde empieza a quedar articulado el ?sistema-mundo moderno/colonial?, para usar la expresión más amplia de Walter Mignolo, que a su vez se apuntalaba con la construcción de un cierto ?imaginario atlántico? (Mignolo 2003, 61). Lo que se sostiene es que una matriz colonial de poder ha venido replicándose y metamorfoseándose en todos los episodios de la ?modernidad?, y al mismo tiempo se configuraba una ?geopolítica del conocimiento? por medio de la cual Europa quedaba erigida en el locus privilegiado de la enunciación racional; desde ese lugar los europeos podían clasificar a todos los demás, otorgándoles un grado mayor o menor de humanidad (Mignolo 2007, 31). La historiografía occidental, de una manera notable y casi fundacional, ha estado atravesada por relaciones de colonialidad, pues, como bien ha señalado el antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot (1995), las narrativas históricas hegemónicas ?silenciaron? una multitud doliente de otras historias. Mignolo (1995) apuntó que ese locus privilegiado de la enunciación y de la construcción de sentido, que de manera implacable condenó a otros saberes no europeos al ostracismo más vilipendiado, surgió en el proceso mismo de la articulación expansiva del poder colonial ya desde el Renacimiento.

5Es cierto que las élites criollas y mestizas decidieron en muchas ocasiones asimilarse a los modelos foráneos impuestos, aceptando (e incluso celebrando) una existencia instalada en la colonialidad del ser, ?adormeciendo la herida colonial, anulando el dolor con toda clase de analgésicos? (Mignolo 2007, 100). El siglo XIX, justo cuando las jovencísimas repúblicas sudamericanas comenzaban su singladura independiente, fue testigo de una dinámica culturalmente asimilacionista; una vez alcanzada la autonomía política, en efecto, las mencionadas élites pretendían emular a Europa en todo lo importante. Pretendían, en suma, europeizar ?lo cual, en este caso, era sinónimo de desespañolizar? América. Pero Kant había adjudicado a cada continente una coloración racial: la raza amarilla pertenecía a Asia; la negra, a África; la roja, a América, y la blanca, a Europa (Lepe-Carrión 2014); sin embargo, la ?latinidad? quedaba sumida en una ambigüedad problemática, porque los latinoamericanos nunca fueron ?lo suficientemente blancos? (Mignolo 2007, 95-97). De hecho, la conciencia criolla (y mestiza) latinoamericana siempre se movió en una indeterminación trágica: la de no terminar de ser lo que se suponía que debían ser (es decir, europeos), esto es, la conciencia lacerante de permanecer anclados en un cierto ?no-ser?. Afrodescendientes y nativos, sin embargo, no tenían ese problema de ambigüedad, toda vez que ellos se movían en un plano de completa exterioridad subhumana; ellos sí llevan el estigma colonial bien grabado, sin ambages (Mignolo 2007, 87).

6La ?latinidad? es un concepto complejo, y muy problemático. No sólo la idea de ?América? fue una invención colonial-imperial; también lo fue la idea de ?América Latina?. Para empezar, hemos de recalcar que lo de América Latina fue una noción acuñada y difundida por la intelectualidad francesa del siglo XIX, en un contexto de pugna geopolítica con Inglaterra. Es por eso que la idea de Hispanoamérica, y el sueño de Bolívar de una ?confederación de naciones hispanoamericanas?, sucumbió ante el empuje de esta nueva concepción: construir una América Latina, y no ya ?hispana? o ?ibérica? (Mignolo 2007, 100-103). Pero más allá de la lucha entre las distintas potencias coloniales, lo cierto es que esa ?latinidad? (que se convirtió en hegemónica en el siglo XIX) no incluía ni a los pueblos afrodescendientes ni a los pueblos aborígenes. La ?latinidad? es una categoría con la que muchos seres humanos que habitan el territorio ?americano? no se terminan de identificar; tal es el caso de los afrocaribeños o los afroandinos. Este último segmento de población, el de la población negra nacida en los Andes, es una más de esas historias completamente invisibilizadas, y, sin embargo, hablamos de millones de seres humanos (Mignolo 2007, 123-125). Y qué decir de los pueblos indígenas, señala Mignolo, cuando ellos no son ?latinos? y, en cierto sentido, ni siquiera son ?americanos? (2007, 136). Todos ellos no pueden ser identificados, en sentido estricto, ni como latinoamericanos ni como angloamericanos, aunque muchos quisieron reducir el drama americano a la confrontación cultural de lo Anglo y lo Latino (Rodó 1985). Es posible que las comunidades indígenas y negras de Sudamérica, Centroamérica y el Caribe, en muchos momentos, objetiven su lucha contra el ?imperialismo angloamericano? procedente del Norte, plasmado en la recurrente y aparatosa injerencia estadounidense; pero que coyunturalmente compartan un enemigo no implica necesariamente que dichas comunidades se sientan ?latinas? o se autoperciban como tales (Mignolo 2007, 150). Porque la ?latinidad? ?que como ya habíamos comentado ocupa un lugar ambiguo en la escala racial del mundo moderno/colonial, toda vez que los ?latinos? no parecen alcanzar un nivel óptimo de ?blanquitud??, esa ?latinidad?, decíamos, constituye, a pesar de todo, un imaginario de las élites criollas y de las capas mestizas asimiladas al eurocentrismo y al eurofetichismo.

7El ?mestizaje?, además, fue un espejismo. La mezcla biológica de sangres no llevó aparejada una mezcla equivalente en lo que a cosmovisiones y epistemologías se refiere; los mestizos, mayoritariamente, reclamaron y enfatizaron su raigambre europea, avergonzándose de lo que pudiera haber en ellos de indígena y afro. Por muy remota que fuese la ascendencia europea, los mestizos (también los mulatos, en algunos contextos) preferían hacer valer lo que de europeos había en ellos, reprimiendo u ocultando todo aquello que pudiera recordar que en ellos latía algún elemento nativo/originario o afrodescendiente. ?Los mestizos tenían la sangre mixta pero el espíritu puro? (Mignolo 2007, 156). Cuando el mexicano José Vasconcelos publica en 1925 La raza cósmica ?donde señala de forma autocomplaciente que españoles y portugueses sí se mezclaron con indios y negros (a diferencia de los colonos europeos protestantes, que jamás se mezclaron biológicamente con los aborígenes de Norteamérica)? olvida, en contraste, que en el plano cultural jamás existió un mestizaje comparable. En este ámbito, enfatiza Mignolo, existió un innegable proceso de aculturación violenta, por medio de la cual la población aborigen terminó plegándose (en lo subjetivo, en lo simbólico, en lo epistémico, en lo estético, en lo religioso, en lo ético, en lo lingüístico, en lo ?espiritual?) a los modelos y categorías de la cristiandad barroca.

8Es cierto que en el mundo iberoamericano no hubo un genocidio absoluto y que las formas culturales precolombinas jamás fueron aniquiladas por completo (como, en efecto, sí ocurrió en la colonización europrotestante de Norteamérica, mucho más arrolladora en ese sentido). De hecho, todavía hoy perviven millones de indígenas (que hablan su lengua nativa y conservan muchas de sus costumbres) en México, Guatemala, Panamá, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Pero Vasconcelos, en su afán de confrontar a lo angloamericano, sustancializa lo latino. Y al hacerlo así, como bien ha señalado la escritora y activista chicana Gloria Anzaldúa (2016), se reproduce un modelo de homogeneización cultural que lamina otras formas de ser que habitan en lo híbrido. También es cierto, y Mignolo tiene que reconocerlo (2007, 113), que el cubano José Martí, con su noción de ?Nuestra América?, trazó una idea de ?latinidad? mucho más inclusiva y heterogénea (abarcando a los pueblos nativos y a los afrodescendientes); y, así, logró confrontar con los angloamericanos norteños, y al mismo tiempo se zafaba con mayor intensidad de la carga epistémica eurocéntrica. Muy distinta era esa ?latinidad? de Martí a la del intelectual colombiano del siglo XIX José María Torres Caicedo, un francófilo indisimulado que proyectaba una idea de ?raza latina? a la conveniencia geopolítica del imperialismo francés y que, desde luego, excluía de su proyecto a negros e indígenas.

9Pero, como también ha detectado Mignolo, se produce una curiosa paradoja: lo ?latino?, categoría cristalizada en el siglo XIX, se asentó en América del Sur como una identidad criollo-mestiza excluyente (que obliteraba a millones de indígenas y afrodescendientes, como venimos señalando); pero en el Estados Unidos de finales del siglo XX lo ?latino? empezó a operar como una identidad político-cultural que, en este caso, aproximaba a los miembros de dicha población a otras ?minorías? segregadas o subalternizadas, como son los afroestadounidenses o los estadounidenses de ascendencia asiática (Mignolo 2007, 165). La latinidad en Sudamérica terminó asumiendo el papel de elemento opresor de otras historias, epistemes e identidades; en Estados Unidos, sin embargo, esa misma latinidad se ha situado en el otro extremo, esto es, en el plano de los otros discriminados.

10Por todo ello, no es suficiente proponer la imagen de una ?América invertida?, como hizo el artista uruguayo Joaquín Torres García. Advierte Mignolo que, si bien es un paso importante esa desnaturalización de las posiciones, que ubican al Sur arriba, no es suficiente; y no lo es porque dicha cartografía sigue conteniendo demasiados silencios y demasiadas ausencias (Mignolo 2007, 169-172). Los latinoamericanos se quejan con razón cuando los estadounidenses se apropian de la voz ?América?, porque con ello excluyen todo lo existente al sur del río Bravo. Pero esa queja resulta insuficiente para millones de indígenas que no se identifican ni como norteamericanos (o angloamericanos) ni como latinoamericanos. Ellos habitaban otro mundo, pero les robaron hasta el nombre, porque el sistema colonial-imperial siempre se reservó una facultad muy poderosa: la de nombrar y renombrar. El pachakuti, ese vocablo con el que algunos pueblos andinos prehispánicos se referían a la tremenda dislocación cultural que sufrió su mundo tras la Conquista, fue también un traumatismo epistémico. Los nativos, de repente, ya no conocían su propio universo; los viejos nombres ya no valían, y la topografía existencial en la que habían vivido mutó para siempre.
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Tomado de:
https://journals.openedition.org/revestudsoc/45864

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