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La cultura en México. Hermann Bellinghausen

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Hermann Bellinghausen
Periódico La Jornada
27 de abril 2015

El concepto de cultura se ha vuelto demasiado múltiple y se manosea en la voz de merolicos y políticos (“vengo de la cultura del esfuerzo”, “establezcamos una cultura del respeto” o “del ahorro”), miembros de una casta que lleva rato exhibiendo cuan inculta es, cuan impermeable al conocimiento y la reflexión. Pero cosas de la modernidad, el Estado neoliberal, a pesar de sus gerentes, sigue financiando a la cultura. De modo elitista, pero relativamente amplio. Tiene su mérito, ahora que el Estado se retira de sus funciones tradicionales y persigue otras (vender el territorio, arrendar nuestros tesoros, reprimir a gran escala, administrar los resultados), lejos de la estela revolucionaria y el funcional en su momento Estado desarrollista y de bienestar.



La idea de cultura como necesidad humana y deber del Estado, espacio para la creación, el aprendizaje y el goce colectivo es relativamente nueva en México. El trauma de la conquista y la brutal colonización erradicaron la cultura (en plural: civilización) de los pueblos avasallados, pues era diabólica, primitiva, supersticiosa. La obra de aquel culturicidio se completó con una mínima educación con base en la cristianización y la castellanización obligatorias. Los naturales en su totalidad, y buena parte de su prole mestiza, permaneció abandonada, iletrada, y las élites no veían la necesidad de allegarles “cultura”. La acaparaban ellos, y desde el poder de su desdén, apenas tolerarían cierta dosis de folclor y pintoresquismo de los indios y las clases subalternas. La posibilidad de que allí residiera conocimiento, o alguna sabiduría, se denegó sistemáticamente.

La generación de la Reforma (los Prieto, Altamirano, Ramírez) asumió un magisterio nacional, con generosidad única en la historia del país nos trajo universalidad en lo local. Mas la aparición de la cultura como asunto público, ajeno a la religión y parte de la educación de los gentiles data de la Revolución triunfante: el salto que separa a José Vasconcelos de Justo Sierra. La cultura se reconoció como un derecho de todos, no sólo de las élites (que en ese periodo se habían desfondado). Empujado por generales, el siglo XX nace culturalmente con la utopía de que cualquiera podría leer la Iliada y la Divina comedia en el ranchito más lejano.

Una nueva y rugiente generación de artistas plásticos pone motor a la multiplicación de los panes espirituales nacionalistas entre el proletariado y el agrarismo. Los muralistas representan la expresión más radical y eficaz. Reivindican antes y mejor que nadie el indigenismo, el pasado cultural y civilizatorio de los pueblos originales, y los vuelven sujeto constante de su denuncia plástica y su discurso redentor. Aun Orozco, más escéptico, da ese paso, y a la manera de José Revueltas la lleva a un más allá trágico y universal.


Con el nacionalismo y la educación pública, literatura, cine, teatro, música, artes plásticas, arquitectura y otras musas se adscriben al Estado, igual que la salud, la justicia laboral, el reparto agrario. La demagogia posrevolucionaria aprovecha la cosa cultural y los nuevos referentes históricos de la Nación de manera sostenida. Con los años, como todo en este mundo, lo nuevo dejaría de ser nuevo y comenzaría a desmoronarse. No obstante, a partir de los años 80, no sin cinismo, el Estado sostiene visibles políticas “culturales”, relativamente a salvo de las privatizaciones y las claudicaciones legales y territoriales de su neoliberalismo.

La cultura en su acepción moderna (del siglo XX) incluye difusión, formación, financiamiento (como el campesinado, la cultura recibe “apoyos”). Como resultado, millones de mexicanos tienen a la mano bibliotecas, museos, casa de la cultura que ¿qué sedimento dejaron? ¿Qué se hizo para darles continuidad, estímulo y sentido? Hoy “difusión” empata con “consumo”. (Nueva definición de museo: lugar para sacarse buenas selfies.) A los políticos y los administradores de la educación y la cultura, el acceso a Internet y las redes sociales les resulta lo más “cultural” que puede haber. ¡Y moderno! (Bueno, ya sabemos qué gente tan inculta nos gobierna: “clases de inglés y computación para todos”. ¡Ajúa!)

Hasta el siglo XX se consideró a las masas trabajadoras como merecedoras de cultura. Si bien la cultura de éstas no se tomó muy en serio, y eso cuando se admitía su mera existencia. Como tema, anécdota o propaganda, lo “popular” y “folclórico” siempre tuvieron prestigio cultural, y también lo “indígena”. Ni la fábrica ni la milpa son espacios de cultura; para acceder a ella el trabajador necesita del ocio. Le da una opción para “aprovechar” el tiempo libre. Horas muertas para leer. Desde que aparece, la televisión compite con la cultura por el tiempo libre de la gente, y hace mucho que ganó la batalla. Los medios electrónicos y sus derivados en la edad cibernética han entronizado al entretenimiento. No hay “cultura” con semejante rating, y la tratan como a un residuo.

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