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Una revisión a las teorías del nacionalismo. Natividad Gutiérrez Chon

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Una revisión a las teorías del nacionalismo
Las reflexiones sobre el surgimiento de las naciones han dado
lugar a diversas escuelas de pensamiento que ofrecen distintas
explicaciones: los primordialistas, los instrumentalistas, los modernistas.
Asimismo, se formuló un modelo relativamente reciente
que se centra en el estudio de la configuración cultural e histórica
de las naciones modernas: la escuela referida en este trabajo como
“histórico-culturalista”.

Estas teorías discuten en especial los diversos
factores que participan en la configuración de las naciones
en Europa y en el nacimiento del Estado-nación en Asia y África
después de la segunda Guerra Mundial (véase Mayall, 1991). Las
transformaciones internas ocurridas en Europa y el efecto colonial
del imperialismo británico y francés han inspirado los marcos teóricos
de las ramas anglófonas del nacionalismo. Dicha perspectiva
de conjunto ha soslayado, sin embargo, los primeros movimientos
nacionalistas de independencia en las Américas a partir del final del
siglo xviii y la subsecuente naturaleza problemática en la formación
del Estado-nación en esas zonas, tarea llevada a cabo con
toda brillantez por la historiografia clásica de John Lynch (1986)
y por David Brading (1973; 1991). Historiadores especialistas
en México y Perú han formulado recientemente preocupaciones
teóricas que tienen que ver con la identificación de los diversos
tipos de nacionalismo en México (Knight, 1994: 136) así como con
el predominio de teorías eurocentristas que continúan dejando de
lado con frecuencia el nacionalismo en América Latina (Mallon,
1995). Es útil contar con más investigación sobre México acerca

de la capacidad del Estado para transformar los procesos culturales,
simbolizados por el “Gran Arco” de Corrigan y Sayer (1985), a fin
de proporcionar material histórico acerca de uno de los aspectos
del debate bajo revisión (Gilbert y Nugent, 1994), en especial en lo
relativo a la importancia del Estado en la formación de la comunidad
nacional de México al inculcar un culto cívico que consiste en
establecer rutinas, rituales e instituciones. Los diversos ensayos de la
colección de Gilbert y Nugent se enfocan en la capacidad de las colectividades
para resistir la participación del Estado en el transcurso
de los periodos revolucionarios de la historia de México; mientras
que mi análisis incluye también las facetas mitológicas y étnicas que
añaden especial significación a la conceptualización de la nación,
diferenciándola del Estado.
Raíces étnicas de México y políticas modernas
Los pueblos de la nación mexicana pueden definirse como un conjunto
de 56 grupos indígenas de diversas etnias, y de comunidades
de inmigrantes que coexisten con la mayoría dominante —la mestiza—
bajo la soberanía de un Estado burocrático moderno.* No
fue sino hasta el siglo xx cuando las dependencias gubernamentales
formularon y estructuraron un conjunto de políticas que buscaban
integrar a la población poli étnica de México; en otras palabras, el
Estado inició un proyecto de transformación cultural (Gilbert y
Nugent, 1994). Tales políticas son de dos tipos: por un lado, políticas
culturales (es decir, indigenismo) y el establecimiento de instituciones
que tenían a su cargo los asuntos culturales y étnicos: el Instituto Nacional
Indigenista (ini), el Instituto Nacional de Bellas Artes (inba)
y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta). Por
el otro, la consolidación de un sistema único obligatorio de educación
pública y gratuita.


* Ver nota en la página 18 que explica que el número de grupos indígenas puede variar
dependiendo del criterio utilizado para contabilizarlos.

Las políticas nacionalistas de México, diseminadas mediante la
infraestructura educativa, se apoyan, sin embargo, en la invocación
que se hace a la imaginería y las mitologías étnicas (de las cuales el
Estado se apropia), y cuyos rastros se remontan al pasado prehispánico
y colonial. El recurso al pasado resulta selectivo, esto es,
favorece y reproduce los motivos y símbolos culturales del centro
de México, en especial del pasado azteca. La integración de una
sociedad multiétnica está, por ende, motivada por memorias étnicas
codificadas en las narraciones míticas, y por el hecho de resaltar las
virtudes de los héroes cívicos o las “tradiciones inventadas” (Hobsbawm
y Ranger, 1983). En ese mismo sentido, en su búsqueda de
singularidad cultural, el Estado ha promovido también en los artistas
e intelectuales el uso y explotación del pasado y el presente étnicos
de las culturas indígenas, de manera que ahora propaga una fórmula
integradora imbuida de simbolismo étnico y cívico.
A pesar de inculcar un nacionalismo unificador mediante el
sistema educativo e invocar constantemente el pasado étnico, cuya
propiedad se adjudica el Estado, las lealtades indígenas a las comunidades
locales, las cuales se hallan lejos de la tendencia dominante
nacional, no solo persisten sino que siguen reproduciéndose y buscan
reconocimiento. Lo anterior conduce a una propuesta más concreta:
el objetivo nacionalista del sistema educativo nunca se conseguirá
de manera uniforme si permite la continuidad y sobrevivencia de
las identidades étnicas mediante el acceso relativamente reciente
a la educación y a la movilidad social. Una manera de observar tal
supervivencia en la situación actual consiste en considerar el surgimiento
de intelectuales indígenas y de intelligentsia étnica, quienes
no exigen poner en práctica un solo proyecto de “indianismo” o
“panindianismo”; no se trata de una ideología compartida por todos
los pueblos indios (Barre, 1988). Ellos han hecho campaña para
participar en la definición del papel que desempeñan los pueblos
indios dentro de la nación.
La vitalidad de las identidades indígenas no puede explicarse
como resultado de las continuidades culturales enmarcadas por el
etnicismo tradicional. Su renovación ha encontrado también canales
de expresión en la modernidad promovida por el Estado. Un solo
enfoque académico no basta para abarcar la interrelación de la
Una revisión a las teorías del nacionalismo

modernidad y la etnicidad; tal fenómeno puede explicarse mejor
si se considera el debate entre los teóricos de la modernidad y los
seguidores del culturalismo histórico.


La ruptura de los modernistas con el pasado


Gellner es el exponente principal de la teoría modernista del nacionalismo,
y otorga importancia capital a la educación estatal en la
formación de las naciones modernas. Central para entender dicha
posición es la afirmación de que poseer una “nacionalidad” o pertenecer
a una “nación” no es “natural” ni “universal” (Gellner, 1964:
151; 1981: 754; 1983: 5). Así pues, niega todo tipo de explicaciones
primordiales sobre la existencia de las naciones y del nacionalismo,
ya que las aspiraciones de aquéllas no crean éste; más bien todo lo
contrario: “Es el nacionalismo el que crea las naciones” (1983: 174),
y “ciertamente, el Estado surgió sin la ayuda de la nación” (1983:
6). A fin de entender la perspectiva sine qua non de los enfoques
modernistas, sería útil explorar las condiciones sociales y económicas
que han iniciado una etapa de cultura urbana producida por el
nacionalismo estatal.
Gellner se apoya en las explicaciones dicotómicas, de las cuales
la más importante se refiere a la polarización entre lo agrario/
rural y lo industrial/urbano. Tal dicotomía se basa en el paradigma
evolucionista que supone una orientación hacia el progreso y el
bienestar colectivo, lo cual señala una continua mejoría introducida
por la industrialización y el crecimiento sin límites, escenario que se
opone claramente al estancamiento agrario. Para Gellner, el elemento
agrario/rural no puede generar el nacionalismo, como tampoco es
el nacionalismo un fenómeno necesario para que exista lo rural,
porque las sociedades agrarias carecen de los medios para extender
la cohesión social, y ésta explica precisamente el surgimiento del
nacionalismo.
A partir de este planteamiento, Gellner postula que el Estadonación
(resultado del nacionalismo) se concibe como una etapa de
evolución humana. De ahí surge la siguiente línea de argumentación:
el nacionalismo empieza a existir mediante la educación estatal, la

que facilita la comunicación que traspasa los límites locales, y no
mediante la vía “familiar y comunitaria”. Los componentes que se
relacionan con la vida rural, tales como la tradición, el “folklore”,
el campesinado, el subdesarrollo, no son requeridos por el nacionalismo
y tampoco lo generan. Desde esta visión, las naciones son
producto de las condiciones modernas, y el legado étnico pasa a
segundo término. Por ejemplo:


La imagen misma del nacionalismo entraña el hincapié otorgado al folk,
al folklore, a la cultura popular, etcétera. De hecho, el nacionalismo llega
a ser importante precisamente cuando dichos elementos se vuelven
artificiales. Los campesinos auténticos o tribales, por diestros que sean
en la ejecución de danzas folklóricas, por lo general no resultan buenos
nacionalistas (1964: 162).


El nacionalismo, según la concepción de Gellner, surge de un rompimiento
definitivo con el pasado agrario. Si las comunidades pequeñas
y desconectadas no pueden producir una identidad aglutinadora,
el Estado las ha de unificar y moldear en una sociedad central y
urbana (1973). Dos tendencias opuestas se unen en la existencia
de la nación: una diversificación cada vez mayor, producida por
una división del trabajo compleja, y una homogeneización y similitud
cada vez más marcadas, producto de los modelos de educación
 y capacitación implantados por el Estado (1973; 1982).


El monopolio de la educación y la cultura oficial
como condiciones del nacionalismo


En el argumento de Gellner hay componentes interconectados: la
industrialización, la división del trabajo y la movilidad ocupacional;
la centralización del Estado desempeña un papel predominante
en la esfera de la educación, porque facilita la correspondencia entre
la nación y sus límites territoriales. Tal correspondencia entraña cierto
nivel de cohesión interna y comunicación por la vía de un “medio
lingüístico y de escritura implantado por el Estado” (1983: 35; 1987:
27; 1994). Gellner describe un tipo ideal de industrialización: a los
ciudadanos se les exige alfabetización y competencia técnica, pero

no pueden obtenerlas de las comunidades locales, sino de un sistema
educativo moderno y nacional que es el único que puede otorgarla
mediante “una pirámide en cuya base están las escuelas primarias,
regidas por maestros capacitados en escuelas secundarias, en las
cuales imparten clases maestros de educación universitaria, cuya
formación fue obtenida en las escuelas de educación superior” (1983:
34). Tal pirámide es necesaria para lograr la unidad nacional. Más
importante que el concepto weberiano de “monopolio legítimo de la
violencia” es el “monopolio de la educación legitimada”, controlado
más por el Estado que por los procesos naturales o emocionales:
“El nacionalismo, en oposición a las creencias populares e incluso
académicas, no tiene raíces muy profundas en la psique humana”
(1983: 35). El nacionalismo, además de proporcionar “capacitación
especializada”, también “forma ciudadanos” y otorga una identidad
cultural común. “Una aldea nuer produce un nuer, no un ciudadano
sudanés” (Gellner, 1964: 158). Si el nacionalismo no representa un
proceso natural que la familia o la aldea comunitaria puede absorber
con facilidad, entonces es el sistema educativo estatal el que lo transmite
y lo inculca. Según Gellner, el nacionalismo se concreta una
vez que las sociedades alcanzan la etapa de la “cultura institucional”,
la cual se halla sustentada por las instituciones políticas del Estado;
pero no todas las culturas que existen en el mundo cuentan con
sus propios “techos políticos”. Solo el imperialismo cultural puede
producir algo así mediante los esfuerzos por dominar y crear una
unidad política (1983: 12). Gellner, para justificar la dominación que
ejercen algunas culturas institucionales, utiliza otra dicotomía como
metáfora en la que compara las naciones exitosas con “variedades
de plantas cultivadas”, que difieren de los “tipos rústicos”, los cuales
se reproducen de manera espontánea.
Una “cultura rústica” puede convertirse en “cultura institucional”,
aunque ello no necesariamente engendre nacionalismo. Sin
embargo, Gellner nos dice que algunas culturas rústicas crean un
Estado con su propio territorio. Esta lucha que culturas más débiles
intentaron librar para buscar un estatus de nación, crea una especie
de “nacionalismo o conflicto étnico” (1983: 51). Según Gellner, los
prospectos para lograr naciones nuevas y en potencia son muy débiles,
porque no cuentan con sistemas educativos ni de comunicación

que generen cohesión social. Son las culturas institucionalizadas
las que pueden sobrevivir a la época industrial, mientras que las
culturas, tradiciones y lenguas vernáculas sobreviven de manera
artificial y se preservan gracias a que sociedades ad hoc las conservan
en “empaque de celofán” (1983: 117, 121). Gellner, bajo esta
perspectiva, acoge la idea de la imperiosa necesidad homogeneizante
del nacionalismo y observa su dinámica en conjunto como una
justificación, porque crea ciudadanos alfabetizados productivos en
una época de igualitarismo progresivo.
Las naciones —culturas homogéneas protegidas por el Estado—
existen por el nacionalismo y no porque estén ahí “esperando
a que las ‘despierte’ el nacionalista”. Este argumento resalta, una
vez más, el punto de vista de que el nacionalismo no se deriva de
ningún tipo de conciencia étnica por un despertar mítico, natural,
o por elementos proporcionados por la divinidad, aunque Gellner
reconoce que el nacionalismo toma culturas preexistentes y las
convierte en naciones: “algunas veces las inventa y a menudo borra
las culturas preexistentes” (1983: 49). Sin embargo, sostiene que la
ideología del nacionalismo, la cual se dirige hacia la delimitación de
una cultura institucional, no se da en un vacío cultural, a pesar de que
el nacionalismo, según su punto de vista, surge de un rompimiento
definitivo con el pasado: “el nacionalismo alega defender la cultura
vernácula, aunque de hecho está forjando una cultura institucional;
dice proteger una sociedad autóctona antigua cuando en realidad
está ayudando a construir una sociedad anónima de masas” (1983:
124). En este punto, nos enfrentamos a un dilema: por un lado,
parece evidente que solo las culturas dominantes y en expansión
pueden convertirse en estados por derecho propio, gracias a la
independencia política debida al nacionalismo; pero es la fuerza y el
monopolio del Estado, por otro lado, lo que se requiere para construir
una cultura homogénea institucionalizada; en otras palabras,
para conducir la construcción de la nación. Las dos posibilidades
se reflejan en las naciones modernas, pero el modelo de Gellner las
explica de manera contradictoria.

El pluralismo étnico y la debilidad del nacionalismo


Hasta aquí hemos visto que para Gellner el nacionalismo es una
cuestión de poder y dominio sobre ideologías o estructuras caducas
y débiles. El nacionalismo facilita la transformación de las sociedades
pre modernas en modernas mediante la división del trabajo y la
educación; empero, este enfoque teórico generaliza en exceso los
procesos y contextos, lo que lleva a concluir que ciertos factores
centrales se dan por sentados. Por ejemplo, Gellner nunca ha explicado
plenamente cómo se forma dicha cultura institucionalizada
esencial a costa de las demás culturas existentes. Esto nos lleva a
considerar la posición social de las culturas étnicas expuestas a la
fuerza aglutinante del nacionalismo.
Gellner no analiza esta consideración en función de grupos
étnicos ni de la etnicidad, pero está implícita en su tratamiento de
las “subunidades de la sociedad que no tienen ya la capacidad
de reproducirse por sí mismas” (1983: 32; 1992: 33). Ejemplos de tales
subunidades son la familia, la unidad de parentesco, los poblados
y los segmentos tribales, que se han perpetuado en lo individual; es
decir, los niños son obligados a socializarse dentro de la comunidad
y a llevar a cabo ritos de pasaje, preceptos, adiestramiento o, tal vez,
historia oral y aprendizaje del lenguaje materno. El niño crece para
parecerse a los adultos de la comunidad y así ésta se perpetúa. En
dicho sentido, los miembros de la comunidad se reproducen de
manera independiente del resto de la sociedad. Como ya se dijo, la
caracterización que hace Gellner de las sociedades agrarias es tal que,
independientemente de cuan bien se reproduzcan, esto no puede
ser considerado “nacionalismo”.
Desde la perspectiva modernista, los grupos étnicos de Gellner
o subunidades de la sociedad carecen de importancia. Las “culturas
vernáculas” de pequeña escala no tienen la capacidad de desarrollar
su propio destino. Más bien, les debe ser impuesto un destino común:
su asimilación a una nación homogénea culturalmente más
grande. Son los nacionalismos efectivos los únicos que pueden
sobrevivir, si bien hay muchos más en potencia que afirman tener un
pasado histórico compartido o un lenguaje común. Diversas “naciones”
en potencia desaparecen o son aplastadas por la cultura de un
Mitos nacionalistas e identidades étnicas

nuevo Estado-nación y por la industrialización, “sin ofrecer ninguna
resistencia”; el lenguaje o la cultura no son las bases para lograr una
nación (Gellner, 1983: 47). Hay muchas culturas en el mundo, pero
solo una cantidad limitada de estados-nación. No todas las naciones
logran su aspiración de llegar a ser estados independientes; solo
los nacionalismos poderosos pueden conseguirlo. Para Gellner
resulta muy claro que el nacionalismo es un movimiento unificador
y uniformador producido por las condiciones modernas mediante
las dependencias gubernamentales, y esta visión se contrapone al
argumento de que los movimientos nacionalistas busquen su autodeterminación
como resultado de su conciencia étnica.
La visión de Gellner en cuanto a la asimilación de las subunidades
étnicas puede resultar polémica, porque la asimilación total
y la homogeneidad cultural no se encuentran en ninguna parte en
el sistema actual de los estados-nación. Para Gellner, el recurso o
apreciación de “atributos humanos” bajo la forma de patriotismo,
xenofobia, el “llamado de la sangre”, la cultura popular, lo vernáculo,
los sentimientos populares en contra de lo extranjero o del régimen
colonial, así como otras manifestaciones atávicas, no explica el papel
funcional del nacionalismo dirigido a formar estados nacionales en
una época industrial. Puede ser que tales arcaísmos sentimentales
no sean suficientes para explicar los movimientos nacionalistas en la
búsqueda de la autodeterminación, sino que resulten componentes
que crean una ideología que será reproducida por el sistema educativo
del Estado (es decir, el proceso de homogeneizar la nación).
Así pues, una lectura crítica de la teoría modernista debe centrarse
en los siguientes puntos.


1. El propósito del nacionalismo es mucho más amplio que la
mera divulgación de la “cultura institucional” (o nacionalismo
oficial) o de diseminar la alfabetización. Por ello, resulta
imperativo definir la manera como la cultura y la historia
deben formar parte del corpus de la cultura institucionalizada.
Dicha tarea es particularmente delicada en las naciones
multiétnicas. La difusión de una cultura institucional con el
propósito de alcanzar objetivos nacionalistas significa una
versión impuesta del nacionalismo cultural que puede entrar
Una revisión a las teorías del nacionalismo
en conflicto con las perspectivas étnicas de “culturas vernáculas”
reacias a asimilarse. Por ejemplo, algunos estratos
de los grupos indígenas no solo manifiestan su desacuerdo
con los componentes de una cultura institucionalizada nacional,
sino que también los consideran una amenaza a su
identidad. En razón de las generalidades teóricas, Gellner
supone este escenario o en realidad piensa que es de importancia
secundaria, pero la investigación empírica indica
que formular una ideología cultural nacionalista desempeña
un papel central antes de hacer intentos para que se lleve
a cabo, y que los miembros de la sociedad no siempre
están dispuestos a adoptar tal cultura institucionalizada.


2. El proceso de centralizar y homogeneizar a la población no
puede abordarse bajo la apariencia de universalismo; la gran
población debe ser moldeada con un sistema simbólico amplio.
Ninguna cultura en el mundo se jacta de ser universal.
Ningún Estado-nación, y ni siquiera el grupo étnico más pequeño,
está desprovisto de importancia cultural e histórica.
El deseo de toda cultura es ser única. Por tanto, las culturas
institucionales no solo exigen la búsqueda de la alfabetización
y la educación, sino que deben transmitir una historia cultural,
aunque ésta se preste a la manipulación por parte de los
nacionalistas y las elites políticas. Por ejemplo, en México,
los libros de texto gratuitos hacen hincapié en la alfabetización
y en las habilidades para la socialización, pero consideran de
igual importancia los antecedentes históricos de la nación.


3. Para el momento en que una sociedad alcanza un nivel sostenible
de industrialización y homogeneización como requisito
del nacionalismo, ciertos grupos dentro de la sociedad pueden
generar otros objetivos y diferentes programas; pero a
partir del modelo de Gellner encontramos cierta evaluación
exagerada del efecto que tienen las culturas institucionalizadas
y, en consecuencia, una subestimación de la posible
capacidad de afirmación de las culturas vernáculas. En este
sentido, su modelo modernista excluye un punto importante:
en la condición presente del nacionalismo, las culturas
Mitos nacionalistas e identidades étnicas

vernáculas, en vez de asimilarse con la cultura institucional,
toman ventaja de circunstancias modernas tales como la
movilidad, la comunicación masiva, la educación implantada
por el Estado y la división social del trabajo para reproducir
sus etnicidades. Se observan esas circunstancias en el hecho
de que están surgiendo nuevos estratos integrados por
miembros de las culturas vernáculas. Puede considerarse
que la intelligentsia indígena, los profesionales que provienen
de grupos étnicos, son resultado de los beneficios derivados
de la modernización y la burocratización. En otras palabras,
los grupos étnicos no adoptan necesariamente el nacionalismo,
y su cultura institucionalizada, así como la asimilación del
nacionalismo por parte de un individuo, es variable. Por tanto,
el proyecto nacionalista de integración no pudo completarse
con la expansión continua de la industrialización; al contrario,
la tecnología y las comunicaciones introducidas a una tasa exponencial
para satisfacer las demandas del mundo industrial
están generando nuevas olas de expresión potencial de renacimiento
étnico o nacionalismos desconocidas hasta ahora.


4. El Estado-nación es la base de la organización política en el
mundo contemporáneo; este lugar común presupone que
cada nación es poseedora de un sistema educativo con el fin
de divulgar una lengua y un alfabetismo en el nivel nacional.
Sin embargo, ¿cómo puede explicarse que (a pesar de contar
con dicho recurso) el Estado no tenga la capacidad de producir
una población homogénea? Los argumentos sobre la
incompetencia o la falta de recursos de sistemas educativos
oficiales específicos pueden ser válidos, pero podemos
formular otras explicaciones posibles si examinamos el
discurso cultural de las políticas integracionistas y evaluamos
su aceptación o rechazo por parte de los grupos étnicos.
La visión que tiene Gellner de las naciones como producto de la
integración del Estado parece haber evolucionado a partir de una
trayectoria lineal —libre de conflicto—, de perspectivas ideológicas
alternativas disociantes o de discursos culturales antagónicos. Sin
Una revisión a las teorías del nacionalismo
40
embargo, las naciones no han surgido libres de tragedias, sufrimiento
ni inseguridad.

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Tomado de:

http://ru.iis.sociales.unam.mx/jspui/bitstream/IIS/4417/1/Mitos%20nacionalistas%20e%20identidades%20etnicas.pdf

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